viernes, 25 de abril de 2008




Pasando todo el dia sola y explorando otros terrenos me encontre con varias reflexiones, algunas ya muy conocidas, pero igual me se me antojó postear éstas, que se, les gustarán.

El Zar y la camisa |Leon Tolstoi|

Un Zar hallándose enfermo, dijo:

-Daré la mitad de mis bienes a quien me cure.

Entonces todos los sabios se reunieron y celebraron una junta para curar al Zar, mas no encontraron medio alguno.


Uno de ellos, sin embargo, declaró que era posible curar al Zar.

-Si sobre la tierra se encuentra un hombre feliz -dijo-, quítesele la camisa y que se la ponga el Zar, con lo que éste será curado.


El Zar hizo buscar en su reino a un hombre feliz. Los enviados del soberano se esparcieron por todo el reino, mas no pudieron descubrir a un hombre feliz. No encontraron un hombre contento con su suerte.

El uno era rico, pero estaba enfermo; el otro gozaba de salud, pero era pobre; aquél, rico y sano, quejábase de su mujer; éste de sus hijos; todos deseaban algo.


Cierta noche, muy tarde, el hijo del Zar, al pasar frente a una pobre choza, oyó que alguien exclamaba:

-Gracias a Dios he trabajado y he comido bien. ¿Qué me falta?


El hijo del Zar sintiose lleno de alegría; inmediatamente mandó que le llevaran la camisa de aquel hombre, a quien, en cambio, había de darse cuanto dinero exigiera.

Los enviados presentáronse a toda prisa en la casa de aquel hombre para quitarle la camisa; pero el hombre feliz era tan pobre, que no tenía camisa.

Había una vez un hombre triste que fue a ver al médico para que le curase de su melancolía. El médico lo reconoció a fondo y le dijo:

- No he podido encontrarle nada mal, pero voy a darle un consejo. Hay un circo en la ciudad, vaya esta misma noche. Verá un payaso que es tan divertido que no podrá parar de reírse en una semana.


- Doctor -dijo el paciente triste-, ese payaso soy yo.


Dos números menos |Jorge Bucay|

Un hombre entra en una zapatería, y un amable vendedor se le acerca:

- ¿En qué puedo servirle, señor?
- Quisiera un par de zapatos negros como los del escaparate.
- Cómo no, señor. Veamos: el número que busca debe ser... el cuarenta y uno. ¿Verdad?
- No. Quiero un treinta y nueve, por favor.
- Disculpe, señor. Hace veinte años que trabajo en esto y su número debe ser un cuarenta y uno. Quizás un cuarenta, pero no un treinta y nueve.

- Un treinta y nueve, por favor.
- Disculpe, ¿me permite que le mida el pie?
- Mida lo que quiera, pero yo quiero un par de zapatos del treinta y nueve.

El vendedor saca del cajón ese extraño aparato que usan los vendedores de zapatos para medir pies y, con satisfacción, proclama «¿Lo ve?

Lo que yo decía: ¡un cuarenta y uno!».

- Dígame: ¿quién va a pagar los zapatos, usted o yo?

- Usted.
- Bien. Entonces, ¿me trae un treinta y nueve?

El vendedor, entre resignado y sorprendido, va a buscar el par de zapatos del número treinta y nueve. Por el camino se da cuenta de lo que ocurre: los zapatos no son para el hombre, sino que seguramente son para hacer un regalo.

- Señor, aquí los tiene: del treinta y nueve, y negros.
- ¿Me da un calzador?
- ¿Se los va a poner?
- Sí, claro.

- ¿Son para usted?
- ¡Sí! ¿Me trae un calzador?

El calzador es imprescindible para conseguir que ese pie entre en ese zapato. Después de varios intentos y de ridículas posiciones, el cliente consigue meter todo el pie dentro del zapato.


Entre ayes y gruñidos camina algunos pasos sobre la alfombra, con creciente dificultad.

- Está bien. Me los llevo.

Al vendedor le duelen sus propios pies sólo de imaginar los dedos del cliente aplastados dentro de los zapatos del treinta y nueve.

- ¿Se los envuelvo?
- No, gracias. Me los llevo puestos.


El cliente sale de la tienda y camina, como puede, las tres manzanas que le separan de su trabajo. Trabaja como cajero en un banco.

A las cuatro de la tarde

, después de haber pasado más de seis horas de pie dentro de esos zapatos, su cara está desencajada, tiene los ojos enrojecidos y las lágrimas caen copiosamente de sus ojos.

Su compañero de la caja de al lado lo ha estado observando toda la tarde y

está preocupado por él.

- ¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal?
- No. Son los zapatos.
- ¿Qué les pasa a los zapatos?
- Me aprietan.
- ¿Qué les ha pasado? ¿Se han mojado?
- No. Son dos números más pequeños que mi pie.
- ¿De quién son?
- Míos.

- No te entiendo. ¿No te duelen los pies?
- Me están matando, los pies.
- ¿Y entonces?
- Te explico -dice, tragando saliva-. Yo no vivo una vida de grandes satisfacciones. En realidad, en los últimos tiempos, tengo muy pocos momentos ag

radables.
- ¿Y?
- Me estoy matando con estos zapatos. Sufro terriblemente, es cierto... Pero, dentro de unas horas, cuando llegue a mi casa y me los quite, ¿imaginas el placer que sentiré? ¡Qué placer, tío! ¡Qué placer!


El viejo toro |Anthony C. Grayling|

Un toro joven ve que la valla del campo lindante, lleno de vacas, está abierta. Alegre, le dice al toro viejo: «Mira, ¡la puerta está abierta! ¡Apurémonos y aprovechémonos de unas cuantas!». A lo cual el toro viejo responde: «No, vay

amos despacio y aprovechémonos de todas».


La taza de té vacía |Lou Marinoff|

Un monje tenía siempre una taza de té al lado de su cama. Por la noche, antes de acostarse, la ponía boca abajo y, por la mañana, le daba la vuelta. Cuan

do un novicio le preguntó perplejo acerca de esa costumbre, el monje explicó que cada noche vaciaba simbólicamente la taza de la vida, como signo de aceptación de su propia mortalidad. El ritual le recordaba que aquel día había hecho cuanto debía y que, por tanto, estaba preparado en el caso de

que le sorprendiera la muerte. Y cada mañana ponía la taza boca arriba para aceptar el obsequio de un nuevo día. El monje vivía la vida día a día, reconociendo cada amanecer que constituía un regalo maravilloso, pero también estaba preparado para abandonar este mundo al final de cada jornada.


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